1.- Las Campañas Militares En España

 

Son numerosos los conflictos armados que la Orden del Temple sostuvo contra otras órdenes de caballería y poderosos señores feudales. ¿Obedecieron estos enfrentamientos exclusivamente a intereses materiales, extraños al ideal espiritual de los legendarios caballeros, o existieron razones secretas de otra índole muy distinta para explicar esta actitud belicosa contra otros cristianos?

Sólo en raras ocasiones los templarios combatieron contra los cristianos por razones políticas. Sin embargo, fueron numerosas las veces que la Orden se disculpó ante reyes y nobles, precisamente por la violación de la norma de su Regla que les impedía alzar la espada contra otros cristianos. Ello les supuso no pocos roces con los gobernantes de la época, suavizados apenas por su constante disponibilidad como mediadores en estos conflictos feudales, en los cuales se revelaron como hábiles diplomáticos. Si nos limitamos tan sólo a los reinos hispánicos del medievo, contamos con tres ejemplos de la violenta defensa templaria de sus intereses en el siglo XIII.

El primero, en el reino de Castilla, tiene complejos orígenes. En 1195, ante el avance musulmán, la Orden de Alcántara abandonó sin lucha la defensa de Trujillo (Cáceres). Por esta deserción el rey, Alfonso VIII, les quitó varias posesiones; entre ellas el castillo de Ronda (Toledo), que dio a la Orden de Montegaudio. Pero al año siguiente esta pequeña orden fue anexionada al Temple y, aunque una fracción se opuso, los templarios tomaron posesión, por la fuerza, de granjas, castillos, etc., entre éstos el nombrado de Ronda; aunque para complicar más el asunto el rey dio gran parte del pueblo y sus tierras a la Orden de Calatrava.

Curiosamente, en 1221, la citada facción de Montegaudio fue obligada a integrarse en la de Calatrava. Nuevamente una parte se rebeló contra la fusión, se encerró en sus posesiones y las entregó a los templarios, alegando aceptar la anexión previa que rechazaron en 1196. Así, el Temple entra en posesión “legal” de Ronda, que ya poseía manu militari, además del El Carpio de Tajo y Montalbán. En esta última fundaron una encomienda poderosa por partida triple: en lo militar, por su castillo; en lo económico, por los pastos, ganados, colmenas y el paso de barcas del Tajo; y en lo espiritual, por los célebres santuarios de las Vírgenes Negras de Melque, Novés y Ronda, además de la capilla y fuente milagrosa de San Millán, un donado templario que la leyenda considera hijo de San Isidro Labrador y Santa María de la Cabeza, patronos templarios de Madrid. Tanta riqueza, acrecentada con la buena administración del Temple en un lugar estratégicamente enclavado en el camino de Aragón y Extremadura, hizo que los de Alcántara presentasen, en 1237, una demanda ante el Rey y el Papa por lo que consideraban una ocupación ilegítima.

En 1240 el tribunal delegado dictó sentencia dando la razón a los de Alcántara en lo relativo a Ronda y determinando que el Temple debía entregarles la posesión de inmediato. No obstante, cuando los primeros se presentaron en Ronda para ocupar legalmente ese dominio, una fuerte tropa templaria, mandada por los caballeros fray Miguel de Navarro y fray Pelayo Muñiz, les hicieron frente. Los del Temple se habían reforzado con mercenarios musulmanes, los terribles “turcoples”, que ayudaron a poner en fuga a las tropas de Alcántara causándoles numerosas bajas.

Enfurecidos por la humillante derrota ante tales mercenarios, los alcantarinos se dirigieron hacia la granja templaria de Melque, que saquearon e incendiaron en un audaz golpe de mano. Avisada la tropa de Ronda, por la guarnición de Montalbán, persiguió a los saqueadores, los alcanzó junto al castillo de Dos Hermanas y, en el arroyo Merlín, les masacró sin piedad. En los días siguientes estas tropas del Temple recorrieron las dehesas de Alcántara, incendiando y expoliaron hasta considerarse vengados por el asalto a Melque.

Los jueces delegados del pleito se apresuraron a excomulgar al Temple en la persona de su Maestre, pero la Orden contaba con el apoyo del arzobispo de Compostela y se limitó a obstruir el proceso con artimañas jurídicas. A pesar de intervenir el rey Alfonso X y el Papa Alejandro IV, no se llegó a ninguna solución. De modo que el Temple disfrutó estas posesiones hasta su extinción en 1312.

El segundo ejemplo de enfrentamiento armado entre templarios y cristianos, parece consecuencia del primero, aunque tuvo lugar en tierras del antiguo reino de León, en la extremeña región de Coria.

El Castillo de Alconetar, Cáceres, que custodiaba el paso del río Tajo, como se aprecia en la fotografía, se encuentra hoy sumergido bajo las aguas de un lago.

Las posesiones de la Órdenes Militares en Extremadura se habían convertido en grandes latifundios ganaderos, que generaban enormes ganancias. Las extensas dehesas alimentaban incontables rebaños trashumantes, al tiempo que eran lugar de paso de importantes vías de comunicaciones Norte-Sur y Este-Oeste, creadas a partir de las viejas calzadas romanas. La administración de tan fabulosos recursos creaba constantes disputas entre los Concejos ciudadanos y las Órdenes, y entre éstas sí mismas.

Eran continuos los pleitos por el uso de montes, pastos, caminos, puentes o mercados, aunque no hay constancia de que hubiese llegado la sangre al río hasta mediados del siglo XIII. Ya en 1243, tras el descalabre sufrido por los alcantarinos en Ronda, intentaron aquéllos impedir el cobro del “portazgo” templario mediante saqueos, en lugares próximos al castillo y puente de Alconetar: cañaveral, Garrovillas y otros. Los daños fueron mínimos y la cosa no pasó a mayores.

Sin embargo, en 1257 la competencia entre Alcántara y el Temple rompió el frágil equilibrio que había mantenido durante años. La causa fueron dos impuestos relacionados con los ganados y mercancías. La encomienda templaria de Alconetar cobraba por el tránsito de ganado y mercancías: el “portazgo”, por atravesar sus puentes, usar sus barcas y sus caminos particulares, a razón de un tanto por cabeza de ganado y vehículo. Los demás hacían lo propio, pero parece ser que los caminos más transitados habían quedado en manos del Temple.

Además, la Orden restauró entre 1230 y 1257 el puente romano de Alconetar sobre el Tajo, imprescindible en la Vía de la Plata (ruta hacia Santiago de Compostela desde el Sur), con lo cual peregrinos, ganaderos y mercaderes preferían pagarles por cruzar cómodamente el río antes que hacerlo en las lentas bracas trasbordadoras de los de Alcántara. Ello, junto con la feria-mercado del pueblo de Alconetar y los peregrinos que acudían a la capilla del castillo, para venerar la milagrosa y mágica reliquia del Mantel de la Última Cena, hicieron que la presión se hiciese insoportable para la Orden de Alcántara.

Escamoteados por los sucesos de Ronda, los alcantarinos se prepararon a conciencia, decididos a mermar el poderío de sus competidores y, sin duda, deseando vengarse de la derrota toledana. El golpe estuvo bien planeado y se hizo de forma sincronizada. A finales del verano de 1257 atacaron tres lugares fortificados diferentes para impedir que las respectivas guarniciones pudiesen auxiliarse entre sí.

Las víctimas fueron la aldea de Peñas Rubias y su castillo Bernardo; el pueblo de Peña Sequeros y su castillo de Nuestra Señora de Sequeros; y la villa de Benavente, con su castillo de Benavente de La Zarza. En estos tres lugares localizados entre los ríos Arrago y Erjas, que hacen frontera natural con Portugal, el ataque fue idéntico: asalto por sorpresa, sitiando a la guarnición en los castillos, para saquear a placer las aldeas y las granjas. Los de Alcántara actuaron con gran crueldad, dieron muerte a numerosos colonos templarios, incendiaron viviendas y edificios de labor, mataron los animales que no podían trasladar, talaron las dehesas y saquearon los graneros.

Cuando la guarnición templaria de Alconetar contraatacó, tras haberse reforzado con los mercenarios “turcoples”, arrasaron las posesiones alcantarinas, matando también numerosos peones y algunos caballeros. Además, la tropa templaria que custodiaba el puente fortificado de Alcántara cortó el paso por dichas vías para incomunicar a sus enemigos y, de paso, perjudicar a su comercio.

Aunque en octubre el rey Alfonso X convocó a las partes ante un tribunal para dirimir el pleito y depurar responsabilidades, los ánimos se calmaron tan sólo en apariencia. En 1266 los de Alcántara volvieron a la carga. Estos rentabilidad inmediata de su nueva posesión e impusieron a los pobladores numerosos y elevados impuestos. La respuesta de los habitantes de Zarza no se hizo esperar: tomaron sus enseres y animales y se trasladaron en masa al vecino pueblo de Peñafiel. Allí se ofrecieron a los templarios como colonos, a cambio de protección y pagando sus cargas, que por supuesto eran mucho más bajas.

 Cuando la desairada Orden de Alcántara acudió a cobrar se encontró el pueblo abandonado. Sabido el destino de los desertores, el Maestre aparejó una hueste guerrera contra la aldea de Peñafiel. A pesar de que la aldea resultó saqueada e incendiada, los colonos consiguieron salvar sus vidas.

El tercer y último ejemplo de violencia templaria nos lleva hasta el reino de Aragón, a las tarraconenses riberas del Ebro y sus vecinas montañas de Prades. Aquí, los templarios y sus aliados de la familia Moncada se enfrentaron, durante veinte años, con la poderosa familia Entenza, en lo que en ciertos momentos se convirtió en guerra abierta.

Las desavenencias comenzaron en 1279, precisamente por el pago de impuestos a la barca-transbordadora del Ebro, que los templarios tenían en Alconetar y que hacía la competencia a la barca que Berenguer de Entenza tenía en Mora d´Ebre. El tribunal real dio la razón al Temple y el señor de Entenza juró odio eterno a sus enemigos.

A partir de 1281 los Entenza entraban periódicamente en las tierras templarias saqueando lugares, talando bosques y huertas, matando o tomando rehenes por los que pedían rescate. También llegaron con sus incursiones a algunos lugares de la encomienda de Horta de Sant Joan, donde estaba el santuario esotérico de la Mare de Deu dels Angels, centro de nutrida peregrinación por la fama mágico-milagrera de su Virgen Negra.

El Rey se encolerizó al saber tal felonía y abrió diligencias con vistas a un juicio reparador, aunque la Orden del Temple se negó a cualquier avenencia. Alegaba haberse limitado a hacer justicia por los ataques previos de la noble familia feudal a sus territorios.

Ante estos hechos resulta ineludible plantearse algunas preguntas: ¿es oro todo lo que reluce?, ¿defendían los templarios únicamente sus bienes materiales?, ¿acaso en estas guerras que los enfrentaba con la cristiandad, a la que habían jurado defender, no subyacía otra intención? No sería legítimo extrapolar las razones que explican los conflictos de nuestra cultura moderna a otro contexto cultural tan distinto como el medieval. No podemos dejar a un lado la realidad de que, en los enclaves que constituyeron los escenarios de los enfrentamientos reseñados, existían unos lugares de culto especialmente importantes.

Muchos de ellos corresponden a santuarios con famosas reliquias, objeto de tradiciones y leyendas, que no sólo eran parte del patrimonio material de la Orden, sino del espiritual. Con su carga de simbolismo esotérico, estos elementos resultaban fundamentales para los objetivos trascendentes que perseguía el Temple. Por eso, es altamente probable que, defendiendo la posesión de estos lugares que consideraban sagradas fuentes de poder, estaban salvaguardando las raíces mismas de su razón de ser.

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